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Los árboles mueren de pie
Poemas con métrica y con rima.
Martes, 8 de Junio de 2021

Ahora recuerdo el día que me invitó a su casa. Abrió un cajoncito de madera que había entreverado en las patas de una silla de madera y sacó un cuaderno amarillento donde tenía unos versos de amor, que escribió cuando estudiaba en el colegio Dámaso Zapata, de Bucaramanga.

En otro cuaderno guardaba algunos borradores de cartas y otros poemas, escritos cuando cursaba ingeniería mecánica en la UIS. Y en otra libreta, los escritos más recientes. Poemas con métrica y con rima.

Yo, extrañado de aquella confidencia que me hacía, sólo pensaba con admiración: “Un ingeniero escribiendo versos. La verraquera”. Fueron necesarios algunos vinillos para calmar mi extrañeza, y la modestia con que el poeta me mostraba sus creaciones. Luego empezó a declamar. Con una memoria prodigiosa recitaba versos de Neruda: “Amo el amor de los marineros, que besan y se van”. De Julio Flórez: “Todo nos llega tarde, hasta la muerte”. De Bécquer: “Volverán las oscuras golondrinas, en tu balcón los nidos a colgar”. De García Lorca: “Y que yo me la llevé al río, creyendo que era mozuela…”

Aquella inolvidable  tarde terminó con arepa ocañera, hayacas y el cariño con que nos atendió su esposa, doña Hilva Jácome. Pero quedó el recuerdo y la admiración por un hombre sencillo, grande en estatura y en inteligencia, brioso como el caballo de Antón García, y siempre en ascenso como el camino hacia la gruta de Torcoroma. Su nombre: Luis Eduardo Lobo Carvajalino.

Nació en un barrio de clase media de Ocaña, Tacaloa, que colinda con La Piñuela, por cuyas calles torcidas entraban los arrieros a Ocaña y más tarde, los primeros carros. Pero para ir a estudiar, el niño Lalo se colgaba el maletín y debía subir hasta El Palomar, barrio donde quedaba la escuela. Pero al regresar del estudio, el pequeño no se iba a darle pata al balón, ni a jugar al trompo, ni a elevar barriletes. Tenía que ayudar al trabajo de la casa: los papás de Luis Eduardo eran fabricantes de cotizas. La lezna, la cera y las plantillas de cuero eran sus juguetes. Luis Eduardo sonríe con un poco de orgullo y de nostalgia: “No aprendí a elevar cometas, pero aprendí a coser cotizas”, me dijo alguna vez.

Terminó la escuela y comenzó el bachillerato, como buen ocañero, en el Caro de su ciudad. DE allí pasó al Dámaso Zapata, de Bucaramanga, donde se distinguió como el     mejor bachiller de su promoción. Se matriculó en  la UIS y aún antes de graduarse, una compañía gringa se lo llevó para Estados Unidos. Regresó a graduarse y siguió su carrera de éxitos: Colombia, Venezuela, Estados Unidos.

Un día recibió una invitación para vincularse a la UIS, y fue su jefe gringo el que le dijo, palabra más, palabra menos: “Míster Lobu, aquí lo queremos y necesitamos, pero su patria llamarlo. You debe ser agradecido”. Así arrancó su carrera en la docencia universitaria: Profesor auxiliar, profesor de planta, decano, rector. Más tarde repitió la carrera en la Francisco de Paula Santander, de Cúcuta.

Ingeniero, académico, profesor, historiador, ensayista y poeta. Mejor dicho. Además, buena persona, amable, modesto, alegre, echado pa’lante.  Y, sobre todo, un hombre de fe. Cuando podíamos ir a misa, antes de esta infame pandemia, me lo topaba en la iglesia de los Carmelitas, los domingos, en misa de cinco de la tarde.

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