Escondido tras una puerta, Alejandro mira el carro blanco parqueado en la esquina. Descansa jadeando, acaba de pegar una carrera corta, un sprint tipo Usaín Bolt en las olimpiadas. Pero Alejandro no busca una medalla, quiere ocultarse. Asomado allí revela que, al menos, tiene el interés por ser atrapado. No lo persigue la policía, ese carro blanco no es un “tombo”, se trata de un carro particular.
Alejandro no tuvo mucha paciencia y sale corriendo, se para frente al carro y grita: “Estoy con mi papá”, y señala a un grupo de personas muy cerca. Alejandro reinicia la carrera y se esconde detrás de un arbusto muy cerca. El señor Gonzalo sale del grupo con su franela amarilla, una gorra roja acompañando su paciencia. Se para justo al lado de la ventanilla del copiloto que se abre a medias y una cara rubia se asoma.
-¿Cómo está señor Gonzalo?
- Hola, doctora, ¿bien y usted?
- Bien. Vine a buscar a Alejandro, vi que salió corriendo y se escondió allí.
- Sí, él quiere dormir conmigo hoy.
- Exacto señor Gonzalo, pero si no regresa va a perder el programa, va a perder la oportunidad de ayudarle.
Gonzalo regresa lentamente. Tiene la cara triste, la mirada perdida, pero en su tranquilidad se refugia. Gonzalo es el padre de Alejandro. Llegó allí, a ese punto de La Parada en Villa del Rosario huyendo de la pobreza en San Antonio, estado Táchira, pero la pobreza lo alcanzó, más bien nunca lo abandonó. Tiene cinco hijos, lo acompañan tres. Los otros no saben dónde están.
Regresa al carro con Alejandro detrás. Se vuelve a abrir la ventana y la cara rubia se asoma. Ella es Lizette Corredor, directora de la Fundación de Mujeres Activas y Productivas para un Desarrollo Integral y Protección a la Familia (Fumupro), organización sin fines de lucro establecida en Villa del Rosario desde el año 2020. Lizette está tratando de convencer a Alejandro para que regrese al albergue que tiene la ONG en La Parada.
- ¿Por qué te saliste Alejandro?
- No profe, es que salí un ratico para venir a hablar con mi papá, pero yo voy mañana.
- Eso dijiste la otra vez pero no regresaste, tuve que salir a buscarte.
- Profe es que quiero dormir hoy acá.
- Pero Alejandro, así vas a perder las actividades de hoy, además yo prefiero que esté bajo techo que acá en la calle.
Alejandro arruga la cara. Pone una expresión, la típica que adoptan los niños cuando algo les aburre.
- Es que no me gusta estar encerrado profe.
- Allá no estás todo el tiempo encerrado y además sabes que es por tu bien. Regresa que te quiero ayudar, tú eres uno de los más pilos del salón.
- Ay profeeee.
- Alejandro, esto lo hago por tu bien, la calle es un ratico, esto pasa muy rápido, cuando estés grande vas a lamentar el tiempo perdido.
El niño se queda pensativo, con la cabeza de medio lado apoyada al retrovisor del auto. Se incorpora y dice: “Voy, déjeme buscar mi blue jean y una franela".
Gonzalo sigue parado allí sin decir nada, casi sin emitir sonido. Lizette lo mira y le dice:
- Es la mejor forma de salvar a su hijo, es mejor que esté con nosotros que acá expuesto al peligro.
- Es verdad, pero a veces no puedo controlarlo,- dice Gonzalo.
Cuando llegaron allí, Gonzalo empezó a trabajar como reciclador. Le ayudaban sus hijos, reunió unos pesos, compró comida y pagaba una pieza, pero pronto se dio cuenta que no le alcanzaba ya que gastaba gran parte en el vicio. La droga lo ha acompañado desde hace tiempo y parece que no lo abandonará. Pone a sus hijos a reciclar con él y los pone a pedir en las calles. Alejandro, Valeria y Felipe le traían cualquier sencillo que recogieran, todo esto para unas pocas compras y el vicio.
Por eso Alejandro se la mantenía en la calle, allí ha pasado los últimos tres años de su vida, desde que tenía siete años, hoy tiene once. Su hermanita Valeria tiene 13 y el menor, Felipe, tiene siete. No saben dónde está su madre.
Un día haciendo una ronda, Lizette se lo consiguió y lo invitó a la fundación. Allí ellos tienen un albergue donde atienden a unos 30 niños. Les dan comida, duermen allí y reciben educación. Niños, niñas y adolescentes entre los cuatro y los 17 años que andan con su padres o aquellos que no tienen compañía, reciben esa ayuda, esa orientación, esa palabra de aliento.
“Toca salir a buscarlos a veces porque han pasado mucho tiempo en la calle y están acostumbrados a estar allí expuestos a cualquier cosa”, expresó Lizette mientras explicaba un poco la situación de los niños que ayuda. “La mayoría son hijos de personas que trabajan todo el día, en las trochas, vendiendo cosas en la calle y no pueden atenderlos”, cuenta Lizette.
Todos los días les imparten comida, la cual financian a través de la venta de tortas que fabrican allí mismo en la fundación o con piezas de ropa que confeccionan las voluntarias o los mismos niños. “Así obtenemos apoyo y podemos comprar comida y algunas cosas que necesitan. Claro, recibimos donaciones y así vamos ayudándoles poco a poco para que salgan de la calle”, agrega Lizette.
Más de 40 niños han logrado rescatar y encaminar por la educación y actividades variadas, esperando poder hallar el apoyo del Estado, de gobiernos locales y regionales para poder establecer legalmente la escuela.