A Venecia llegaron los exiliados de la memoria del mundo, quienes hallaron una casa sin muros, rodeada sólo de agua, y se dedicaron a sembrar allí sus distancias y anclarlas en palafitos para erigir un hogar universal.
Así nació, del encanto de una diosa del Mediterráneo que, mientras se hacía una trenza, atraía migrantes y los resguardaba en pequeñas islas, en lagunas secas, sobrevoladas sólo por gaviotas.
Y El Adriático, el viento grato de Los Alpes, de Los Apeninos, la frescura de la primavera, las corrientes, en fin, toda la magia del Mare Nostrum, la convirtieron en La Serenísima, un nombre como de metáfora.
Venecia recogió las ilusiones, los cantos y proverbios suplicantes de los refugiados, les enseñó a cultivar el mar, antes que la tierra, y a navegar en las arenas y los residuos que venían de los ríos del norte.
Giovanni Bono, Juan el Bueno, en el año 421, un sencillo pescador, comenzó a hacer realidad los mitos, a congregar vientos y corrientes marinas, para fundar una ciudad con vocación flotante y caminos de canales.
Arrullada por el espíritu de la brisa, desliza ahora su melancolía naval para enamorar de canciones al amor, con la leyenda de que, cuando un pueblo noble nace, el destino lo hace retoñar en sueños, con el arrullo del tiempo.
Venecia es rito, literatura, aventura de Marco Polo, pintura de Tintoretto, música de Vivaldi y huella de las costumbres de Italia, en fin, es como si, siempre, estuviera de retorno: Algún día llegaré al Gran Canal a cantar Torna a Sorrento, mientras paseo en una góndola de cristal de Murano, de nombre “Azul”.