Según el preámbulo de nuestra Constitución -que hoy no es simplemente una aspiración sino la directriz fundamental, vinculante, para la función y actividad del Estado-, el pueblo, en ejercicio de su poder soberano, y por conducto de la Asamblea Nacional Constituyente de 1991, puso en vigencia esa Carta Política, entre otros fines con el de asegurar a la población la vida, la convivencia, la justicia, la libertad y la paz, “dentro de un marco jurídico, democrático y participativo que garantice un orden político, económico y social justo”.
Allí aparecen los valores que Colombia quiere realizar y los principios con arreglo a los cuales debe ser ejercido el poder público.
La violencia que organizaciones terroristas -sean ellas guerrilleras, paramilitares o narcotraficantes- han desatado y tienen en pleno desarrollo, es la más dolorosa característica de la historia colombiana de estos años. Según el Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz), hasta el 12 de julio de 2022, se habían registrado por lo menos 53 masacres en el curso de este año, con 185 víctimas. El número de líderes sociales asesinados en el curso de este año pasa ya de 96, y, desde la firma del Acuerdo Final de Paz de 2016, van, cuando menos, 1.325 líderes asesinados. Son muchos los indígenas, los campesinos y los desmovilizados que han sido víctimas de los criminales.
Las cifras aumentan a diario. El sicariato está actuando, y el Estado ha perdido por completo el control.
Ahora resulta que está en marcha un macabro “Plan pistola”, en contra de miembros de la Policía Nacional. Al momento de escribir estas líneas, van 36 policías asesinados en distintas ciudades del país, únicamente por ser policías, como ocurría en la negra época de Pablo Escobar. Es inconcebible que se pague a los asesinos, poniendo precio a la cabeza de agentes y patrulleros, tan solo por llevar el uniforme y por cumplir la función civil que les encomienda el ordenamiento jurídico.
Por si fuera poco, los terroristas anuncian un nuevo paro armado. Como el de hace unos meses, cuando asesinaron a muchas personas, paralizaron las vías, quemaron vehículos, amedrentaron a la población y prácticamente dominaron once departamentos, arrinconando a las autoridades, aunque el presidente de la República había anunciado el fin del llamado clan del Golfo, a propósito de la captura y posterior extradición de su máximo cabecilla.
Cabe preguntar qué está haciendo el Gobierno en la materia, y cuál es la efectividad de su acción, más allá de discursos y anuncios públicos de condena y promesas oficiales, según las cuales “el que la hace la paga”.
Se ha perdido hace mucho tiempo el más mínimo respeto a la vida humana, y lo cierto es que el artículo 2 de la Constitución -a cuyo tenor “las autoridades de la República están instituidas para proteger a todas las personas residentes en Colombia, en su vida (...) y demás derechos y libertades, y para asegurar el cumplimiento de los deberes sociales del Estado y de los particulares”- sigue siendo pura teoría. La indolencia es generalizada y la sociedad ya no se conmueve.
Pero el gobierno saliente, que ha sido ineficaz y no responde, culpa al nuevo, que no se ha posesionado.