El joven que, en medio de la guerra, decide no empuñar un arma.

La mujer que prepara la olla comunitaria para quienes han perdido todo, excepto el hambre.

Las madres del Catatumbo que rescatan hijos ajenos, aun sabiendo el precio de alzar la voz.

Los indígenas Bari que resisten, protegen los territorios sagrados y armonizan la tierra con sus saberes ancestrales. 

Las Juntas de Acción Comunal que llevan medio siglo resistiendo, navegando entre economías grises y el peso de una sociedad que solo las ve cuando suenan las balas.

Los funcionarios públicos que enfrentan la emergencia con las uñas, porque la plata para contratar su equipo aún no llega.
El abuelo que narra la historia que se repite, como si al nombrarla pudiera protegerla del olvido y enseñar algo nuevo.
El taxista que recoge a los desplazados que llegan, sin cobrar ni preguntar.

Los que cruzan las fronteras y hermanan una tierra que los políticos insisten en dividir.

El médico que cura las heridas de una bala con los pocos recursos de un botiquín cansado.

Los artistas que cuentan una historia diferente a la oficial, recordándonos que siempre hay otro camino.

Los maestros que siembran ideas en pizarras improvisadas para niños y jóvenes exiliados de su tierra.

Los emprendedores que comparten sus excedentes, transformando la ganancia en solidaridad.

Los restauranteros que aprendieron que donde comen dos también pueden comer tres.

El periodista que cuenta las verdades que nadie más quiere escuchar.

Ellos, con sus pequeños actos, levantan un puente sobre la violencia.

Ellos, con su esfuerzo silencioso, nos recuerdan que la paz no es una palabra vacía.

Estas personas, que tal vez nunca se conocerán, están salvando el Catatumbo.

Gracias por valorar La Opinión Digital. Suscríbete y disfruta de todos los contenidos y beneficios en https://bit.ly/SuscripcionesLaOpinion