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Editorial
¡Con los niños no!...
Para confirmar que estamos en el peor de los mundos, estadísticas del Observatorio de Orden Público de la Secretaría de Seguridad de la Gobernación indican que Cúcuta registró 6.120 hechos de violencia entre enero y agosto del 2024.
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Martes, 17 de Septiembre de 2024

Hay un punto en el que las cicatrices dejan de ser simples recuerdos y se convierten en una advertencia permanente. Cúcuta ha cruzado esa línea hace tiempo. Una ciudad que alguna vez fue un espacio de promesas, ahora parece estar perdida entre la sombra de un conflicto que ya no distingue rostros, edades o escenarios.

Para confirmar que estamos en el peor de los mundos, estadísticas del Observatorio de Orden Público de la Secretaría de Seguridad de la Gobernación indican que Cúcuta registró 6.120 hechos de violencia entre enero y agosto del presente año y 190 homicidios que representan el 54% de los 334 asesinatos sucedidos en Norte de Santander en ese periodo.

Lo ocurrido recientemente –el atentado en un colegio, ese espacio que antes simbolizaba la inocencia y el futuro– ha sido un golpe tan profundo que deja a la ciudad sumida en un silencio incómodo. No es solo el sonido del fusil lo que resuena en nuestras mentes, sino la desesperación que parece haberse instalado entre nosotros. ¿Qué queda cuando el último lugar que asociábamos con seguridad se convierte en un campo de miedo?

No es la primera vez que la violencia atraviesa la vida cotidiana en Cúcuta, pero hay algo en este ataque que nos deja sin respuestas. Cuando la agresión tiene como testigos a niños, cuando la tranquilidad de un día escolar es rota por el estruendo del terror, nos enfrentamos a un tipo de oscuridad que va más allá de lo que podemos entender.

¿Quién está a salvo si ya no hay respeto por lo que más deberíamos proteger?

Los más jóvenes, los que miraban con asombro y confusión desde las competencias de las Interclases, seguramente no sabrán cómo procesar lo que vieron. Y, lamentablemente, nosotros tampoco. Porque la sensación de desamparo no solo es suya. Es de todos los que estamos observando cómo las estructuras que una vez nos sostenían comienzan a tambalearse sin saber dónde agarrarnos.

Hay mucho que podemos debatir: seguridad, políticas públicas, estrategias. Pero al final, lo que se siente en el ambiente es más profundo. Es el agotamiento de una comunidad que no sabe cómo detener este ciclo. Cúcuta parece estar quedándose sin espacios donde la esperanza se pueda refugiar, y eso es quizá lo más doloroso.

Que un comando poderosamente armado llegue hasta un plantel educativo a ejecutar una masacre tiene un hostil mensaje intimidatorio contra la población de que en ninguna parte su vida está a salvo.

Ya era evidente esa percepción de que el peligro generado por una inseguridad inatajable se encontraba en las esquinas, en los parques, en la casa, en la cafetería, en el restaurante o en el trabajo. Lo sucedido el sábado 14 de septiembre por la noche, a las afueras del plantel educativo, fue el detonante para hacernos entender que no hay sitio seguro para nadie en la más importante ciudad colombiana en la frontera con Venezuela.

La lectura sobre este peligroso momento que azota a una región atenazada por las bandas del multicrimen transnacional  y la incidencia de grupos armados ilegales, surge de las estadísticas que muestran que el departamento tiene una tasa de 20 homicidios por cada 100.000 habitantes, superior a la nacional que es de 14, con una riesgosa tendencia a crecer.

Lo que queda, entonces, es hacer un llamado a todos: que no permitamos que este silencio incómodo se convierta en normalidad. Que las balas no terminen por definir quiénes somos, porque, si algo hemos aprendido, es que incluso en medio de la tormenta, la resiliencia puede ser la mayor respuesta.

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