No nos equivoquemos: Petro no está improvisando, está ejecutando un plan.
El presidente no es simplemente un líder errático que actúa impulsivamente; detrás de cada palabra y acción hay una estrategia clara para generar el caos y consolidar su poder. Aunque muchos piensan que sus discursos son producto de un desorden mental, la realidad es que, además de esta condición psicótica, todo forma parte de una calculada jugada política cuyo único objetivo es perpetuar su proyecto en el poder.
Cada día que se acerca el final de su mandato, su comportamiento se vuelve más evidente: ataques a la prensa, desestabilización social y un discurso “revolucionario” que no busca ayudar a los más vulnerables, sino alimentar su ego. Su narcisismo lo empuja a verse como un salvador mesiánico, convencido de que solo él tiene la solución para Colombia, aunque en realidad lo que ha demostrado es que su única preocupación es mantener su posición, incluso si para ello debe destruir lo que le rodea.
Este patrón no es nuevo. Petro nunca ha sido un buen ejecutor de políticas, pero siempre ha sido un maestro en el arte de la oposición. Desde que llegó al poder, ha demostrado una y otra vez que su gobierno no está interesado en construir, sino en perpetuar el caos. Su especialidad es la confrontación, no el consenso, y su estrategia es clara: mientras más inestabilidad genere, más justificación tiene para radicalizar su discurso y aferrarse al poder.
Si observamos su relación con la prensa, el ataque no es casual. Hace tiempo que viene desprestigiando a los medios, sabiendo que estos han denunciado sus actos de corrupción y el fracaso de su gestión. Al mismo tiempo, ha fortalecido con nuestros impuestos a los que se autodenominan "medios alternativos", que no son más que portavoces de su propaganda, dispuestos a defender cualquier movimiento del gobierno sin cuestionarlo. Petro sabe que deslegitimar a la prensa crítica es esencial para ganar control sobre la narrativa pública y así neutralizar cualquier oposición.
La mentira ha sido una constante en su discurso, una táctica que aprendió bien de regímenes autoritarios como el de Maduro, Chávez, los Kirchner y Castro. Como Goebbels, Petro entiende que si repite una mentira suficientes veces, una parte de la población terminará creyéndola.
Petro ha demostrado que para él la dictadura solo es mala cuando la ejecuta la derecha, pero cuando viene de la izquierda, siempre encuentra justificaciones. No es coincidencia que Colombia no haya firmado la declaración de más de 50 países en la ONU, liderada por la Unión Europea, que pide restablecer normas democráticas en Venezuela. ¿Por qué Petro estaría de acuerdo con una declaración que va en contra de su propia estrategia?
Tampoco es casual que el Pacto Histórico haya llevado a cabo su asamblea nacional en la Universidad Nacional, ni que haya nombrado a un ministro de Educación que tiene de todo menos educación, y mucho menos la experticia que se necesita en el sector más importante para transformar el país. Esto demuestra su estrategia de reclutar jóvenes para sumar adeptos a su causa vacía.
Todo apunta hacia la consolidación de una revolución que, aunque fallida en resultados, sigue viva en retórica y caos, siendo la única herramienta para justificar medidas autoritarias.
Petro ha romantizado la revolución desde el primer día de su mandato. Su espíritu guerrillero nunca lo abandonó. El problema es que para hacer una revolución necesita un enemigo, y lo que busca es que todos seamos sus antagonistas. Quiere agitar los ánimos del supuesto poder popular (el petrismo), especialmente de los jóvenes, usándolos como carne de cañón para otro estallido social que defienda lo indefendible: la violación de topes, la corrupción rampante de su gobierno y la ineptitud de muchos de sus funcionarios.
Sin embargo, poco a poco la gente está comenzando a darse cuenta de que las promesas del "vivir sabroso" eran una utopía, una campaña electoral vacía diseñada para conseguir votos, pero sin contenido real detrás.
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