Yo siento la navidad como una procesión sagrada, bella -muy íntima- con un sabio carpintero -maestro en ternura- llevando de la mano su burrito, con la primicia de salvación en el seno de su virgen bonita.
Así es el nacimiento de Jesucristo, una caravana de esperanza azul, con la guía de una sola estrella y la música del camino, de ranas y trinos de pájaros, con el eco de una naturaleza decorando el escenario universal.
La navidad es la experiencia absoluta de un misterio de amor, la génesis de una emoción individual que nos convoca a un peregrinaje que ha de llevarnos a la cumbre sentimental, cerca a Dios.
Después están los faroles, los regalos, la fragilidad de lo externo, el juego de luces, las apatusquerías, en fin, pero, en el fondo, sólo hay un deber ser espiritual que nos une a la santísima virgen y a San José, para celebrar con ellos su misión.
(He logrado colarme en el pesebre para estar con San José, solos, en silencio, como nos gusta, para admirar la sencillez de su mirada, su cayado y el lirio blanco de su pecho, la majestuosa humildad que lo hace tan sumiso en bondad).
De todas partes del mundo comenzaron a venir sabios, magos, pastores, del Oriente Próximo, del esplendoroso Cáucaso, con embajadores de Odin y los dioses nórdicos, ninfas, sirenas y duendes allende los mares, a honrar al niño redentor.
Teorema: Cuando los humanos tocamos lo divino lo dañamos, por eso llenamos la navidad de vanidad -incluida la iglesia– y, en lugar de la sabiduría teológica del amor, diseñamos doctrinas de temor, hechas sólo para perfectos, sin dejar ser a nuestro ser con su versión única, y personal, de su propia verdad humana…
Gracias por valorar La Opinión Digital. Suscríbete y disfruta de todos los contenidos y beneficios en https://bit.ly/SuscripcionesLaOpinion
