Al nacer, paralelamente emerge nuestra sombra espiritual, una esencia de vida que se siembra en el alma, como un sueño peregrino que nos inspira a seguir las huellas de una ilusión mayor y a bendecir el pensamiento.
Ella posee una prudencia admirable, nos muestra en silencio las verdades y permite que purifiquemos -a nuestro modo- con madurez, los espacios y los tiempos, para advertir la ruta de luz de nuestro deber ser.
Nos enseña a fusionar los recuerdos viejos con los recientes, a percibir anhelos y abonar con ellos el ciclo de germinar para morir y, luego, renacer con dignidad, en una alianza inteligente con la providencia.
En esa sombra se irá depositando todo, lo bueno y lo malo y, en la medida en que aprendamos a cultivarla, observaremos la memoria de nuestros actos con lucidez clarividente, para fecundarlos y ennoblecer los sentimientos.
Eso es intuir, anticipar el tiempo, atar los cabos sueltos de las ideas y preparar las emociones en un exquisito ambiente de serenidad, el cual sólo ocurre cuando superamos nuestra fragilidad de humanos.
Es sentir que recorremos surcos supremos con un cayado sabio como guía, y que habrá un claroscuro bonito donde podamos sentarnos a tejer leyendas y a dialogar con el corazón de la placidez de la belleza.
Con ella podremos superar nuestra franja mortal, educarnos en sabiduría, arar el camino y anticipar el destino -sin miedos-, con la intuición dispuesta a dibujar, trazo a trazo, el hogar de la felicidad en nuestra sombra.
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